Monday, December 26, 2011
Sunday, December 18, 2011
veintisiete (los primos inocentes)
Tengo fecha de expiración. Tal como cualquier producto del estante donde orondo recaes empujando el coche (o a donde quizá te jala el) para empachar el residuo de treinta días. Y viendo el número cruzado –cúbico de los 3 árboles- veo la unión de 2 primos que en mí no deja descendencia alguna. César Ávalos dijo que la gente se muere, y tiene excesiva razón. No hay sentimiento de castración, pero si escozor. Una vez se te muere alguien y puede que a las 2 semanas otro más (las estadísticas respaldan); pero sólo una vez puedes hacer vivir a alguien por siempre, y no he podido. Porque no hay muerte de cábala con piel y huesos como la cifra requiere, pero hay suicidios grandes que me colgaron una y otra vez; el disparo en la sien de la pluma, la sobredosis de pastillas ante la verdad; y la corbata apremiante ante el honor.
Nada me ha frustrado tanto como admitir que este placer de parir se me ha terminado; y caigo en la cuenta de las pocas veces que lo he intentado para darme cuenta que me sigo mintiendo, viviendo entre estas nobles cucarachas, que bien han de morir aplastadas; sin dejar de ser nosotros casi exactamente como ellas… aplastadas en un rincón, cubiertos de algún gas que mi especie ha fabricado; sosegando los agostos de las pestañas, en el fétido momento de estampar la firma. Y muerto el honor de poner el pecho frente al tropel, me he coronado como el alma de los hombres muertos. Aquel que jala el gatillo quedándose tendido en el paraje de la nada, musitando sobre lo que no puede, y siendo mi propia cal para este cadáver aeróbico que aparenta presencias: en casa, en la oficina, en el patio y en la avenida. ¡Qué necesidad de motricidad la de la vida!
Dios, te he escupido mis más profundas flemas y sigues sin decir cosa alguna… es imposible creerte pero me es imposible olvidarte; así como tampoco puedo olvidarme de las cáscaras de tu ausencia. Porque he vivido tanto como he podido y nunca he sentido el cálido gesto de poderme ir resolviendo, porque este tiempo te escurre y centrifuga y te devuelve al suelo donde tus pensamientos son envolturas barridas; y me arden las entrañas porque tengo atolladas las tripas de brasas gélidas que me acalambran el pescuezo y me arañan el esfínter cuando las quiero botar. Cuánto te ha servido la oración de un medio oriente (¿porque en verdad queda la mitad no?) para saber conocido tu enorme fracaso. Ese fracaso del cual todos hemos sido cómplices y del que se valen los palacios para diluirnos con mentiras. Soldado siempre he sido, y cabo de última fila seré contento; pero que ordinario es sentirse siempre manejado; maniobrado al cálculo de una plantilla con estadísticas, discutidas entre vinos y quesos en una pantalla líquida de la mesa oval rellena de codos gastados que trabajan sólo los domingos.
Has tirado tus dados y han sumado veintisiete, pero tu moneda cayó de canto; porque muerto he estado siempre, pues de mi no tienes nada sobre qué triunfar… mi sudor no ha valido, nada ha sido exacto ni suficiente, pero la gente se sigue muriendo, en este pantano maravilloso, regazo del infierno vacío bajo tierra, beso de la madre que se desvanece en la ignorancia de que sólo su beso es la mayor maravilla.
Nada me ha frustrado tanto como admitir que este placer de parir se me ha terminado; y caigo en la cuenta de las pocas veces que lo he intentado para darme cuenta que me sigo mintiendo, viviendo entre estas nobles cucarachas, que bien han de morir aplastadas; sin dejar de ser nosotros casi exactamente como ellas… aplastadas en un rincón, cubiertos de algún gas que mi especie ha fabricado; sosegando los agostos de las pestañas, en el fétido momento de estampar la firma. Y muerto el honor de poner el pecho frente al tropel, me he coronado como el alma de los hombres muertos. Aquel que jala el gatillo quedándose tendido en el paraje de la nada, musitando sobre lo que no puede, y siendo mi propia cal para este cadáver aeróbico que aparenta presencias: en casa, en la oficina, en el patio y en la avenida. ¡Qué necesidad de motricidad la de la vida!
Dios, te he escupido mis más profundas flemas y sigues sin decir cosa alguna… es imposible creerte pero me es imposible olvidarte; así como tampoco puedo olvidarme de las cáscaras de tu ausencia. Porque he vivido tanto como he podido y nunca he sentido el cálido gesto de poderme ir resolviendo, porque este tiempo te escurre y centrifuga y te devuelve al suelo donde tus pensamientos son envolturas barridas; y me arden las entrañas porque tengo atolladas las tripas de brasas gélidas que me acalambran el pescuezo y me arañan el esfínter cuando las quiero botar. Cuánto te ha servido la oración de un medio oriente (¿porque en verdad queda la mitad no?) para saber conocido tu enorme fracaso. Ese fracaso del cual todos hemos sido cómplices y del que se valen los palacios para diluirnos con mentiras. Soldado siempre he sido, y cabo de última fila seré contento; pero que ordinario es sentirse siempre manejado; maniobrado al cálculo de una plantilla con estadísticas, discutidas entre vinos y quesos en una pantalla líquida de la mesa oval rellena de codos gastados que trabajan sólo los domingos.
Has tirado tus dados y han sumado veintisiete, pero tu moneda cayó de canto; porque muerto he estado siempre, pues de mi no tienes nada sobre qué triunfar… mi sudor no ha valido, nada ha sido exacto ni suficiente, pero la gente se sigue muriendo, en este pantano maravilloso, regazo del infierno vacío bajo tierra, beso de la madre que se desvanece en la ignorancia de que sólo su beso es la mayor maravilla.
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