La sensualidad de su cauce a contracorriente y sus
paredes vetustas expuestas al arte efímero y las muestras poéticas más
descarnadas, son la mejor muestra de que 14 años fueron una vida y serán la
memoria más lúcida del espíritu que no claudica. Ese caserón que brilla entre
mohín, en una cuadra repleta de mutantes, hedores extraños y el más
significativo y anárquico absurdo de una Lima que pretende ser bella, dice
adiós físicamente; habiendo resistido batidas, intervenciones, “clausuras” y
cuanto demás embate edil ante la mínima sospecha de amenazas de libertad.
Porque El Averno no es sino la muestra clara de que la resistencia existe, que
la fuerza de las organizaciones a veces
logra esos paraísos artificiales que incomodan al statu quo y les
provoca arcadas.
Recuerdo aquel enero del 2001 cuando en medio de
las protestas frente al local del jurado nacional de elecciones, dribleaba con
mochila al hombro las hordas de manifestantes y tomaba el jirón Camaná para
luego adentrarme en ese universo paralelo llamado Quilca. Los rumas de libros
colindantes con las pintas y el orín; seres de extraños colores, dimensiones y
olores que pululaban en cualquier parte de esos escasos 100 metros enjutos, y
el aire exclusivo de rebeldía, de caótico desenfreno de los espíritus
empinchados, anarcos, poéticos, drogos y un largo etc. De esa fauna variopinta
que habita en esa ciudad liberada que es Quilca; y allí, como un torreón
oxidado, enfundado en cuanto grafiti colorido se puede imaginar, se erguía El
Averno. Tengo grabados en mi memoria mis primeros pasos tímidos por esa
puertita ajada, y ver el techo con una máscara de gas pintada de color humo,
sintetizando todos mis pensamientos de golpe; adentrándome a un salón ralo con
uno que otro habitante que no sabía cuántos días llevaba allí (quizá una vida);
y teniendo hacia el fondo un estrado poco firme a los pies de un Cristo
crucificado que gritaba libertad. Estantes de libros fotocopiados, paredes de
cassettes y discos que entre carátulas
mezcladas formaban figuras extrañas. Fue allí donde conocí a Charles Bukowski
con los poetas del asfalto, donde tuve mis primeras preocupaciones
antitaurinas, donde se despertó el olfato del niño curioso que se contentaba
con ir y volver a casa. Y así fueron
años, y conciertos y demás reveses de un lugar que podía ser tan parnasiano
como tedioso y hasta asquiento, y es que esa casa también vivía y como
cualquier habitante sufría de resacas, depresiones, pestilencias y también de
galas, bríos y demás vicios de la altiva rutina.
Recuerdo las incontables veces que Castañeda
mandaba intervenir estas oficinas de la memoria, con policías, agentes
encubiertos, y hasta con reportajes que desprestigiaban su palmarés al punto de
tildársele de fumadero. Cuántas jaquecas habrán provocado esos murales, esos
paskines, esos conciertos repletos de 30 almas, que coreaban el hartazgo; esos
teatros celestes que ponían a bailar los tules más sórdidos de nuestra ciudad
hipócrita. No tengo sino un aspecto risueño en este momento, pero también de
poco aliento.
El Averno ha sido hogar de los espíritus más
disímiles, más no distantes; del nacimiento y muerte de las mejores empresas
culturales. De las manifestaciones más experimentales y lúcidas del arte
marginal de Lima; lar de caminantes y mochileros del mundo, centro de
convenciones de las protestas más férreas; pero también derrota persistente…
porque resistir sólo es resistir, y esto no es para tomarlo como menos, pero
tampoco como más. El Averno ha sido
cueva de las frustraciones, el reflejo de lo que nunca se hizo por la cultura
en el Perú, el sonido incesante del rostro ignoto que va pegado a los vidrios y
que de cuando en cuando toma por asalto el brío de su impotencia, y dice: “… Lima angustiada, Lima violenta, Lima
injusta, Lima morirás, Lima hacinada, Lima sórdida, Lima revienta, y la urbe
morirá!”