Dado el panorama de tener que
simular democracia a través de elecciones sin matices ni mayores distingos que
los cosméticos, propongo no votar. O si se trata de ser más honesto… ya no
votaré.
En el contexto electoral, el empresariado se pondrá más exquisito y terminará apoyando
su preferencia en función a cuán fácil sea sacar provecho a través de leyes, y
tiene naipes de sobra para este 2016: La nipona, el gringo, el ególatra y hasta
un nuevo cachaco. Al frente, hay muy poco... o nada. Es triste, leer a Raúl
Wienner (quien ojalá mejore) llamando a realizar alianzas a como dé lugar (con
la cismática del nacionalismo dice); ingenuo lo de Francke para pedir voto a
los 16 años (queriendo meter el bolsón pulpín a las urnas) y lo de siempre con
la izquierda tradicional (y aquí están definitivamente incluidos el Frente Amplio y los Ciudadanos por el Cambio).
No negaré, que el único movimiento que atesora algunas propuestas renovadas e
interesantes es Tierra y Libertad, pero sus líderes están completamente
quemados, y no pienso que den la talla. Quizá asentándose como movimiento
regional hagan algo mejor por el país. Hay personajes que brillan tibiamente
con rostro lavado, pero tampoco es que se han ensuciado en alguna lucha
importante para ensalzarlos (aquí Marissa Glave y Verónica Mendoza)
Ahora bien, se podría
dilucidar que se llama a no votar porque simplemente no hay posibilidades de mi
simpatía, pero ya a estas alturas es más que eso. La única vez que he votado
por alguien ha sido en las últimas presidenciales por Ollanta Humala en primera
y segunda vuelta. Y lo siento en carne como si fuera el mismísimo pecado de
coger la historia y sentir no menos que asco. Ya, en mi condición de adultez,
formo parte de la frustración del país que no se sabe cuándo se jodió. Pero aún
con esta fresca experiencia, la realidad denota la inutilidad de esta
apariencia democrática, donde el voto se ha vuelto legitimación del robo, y
se le reviste de deber cívico y pantomima responsable.
El tiempo demuestra que la
democracia no ha arrojado ningún resultado importante para el Perú en los
últimos 40 años. Los liberales se hincan el pecho presumiendo de los 20 años de
crecimiento con su modelo, pero la verdad es que hemos hecho un arreglo
simpático y parcial de las mismas calles mugrosas y de nuestras mismas taras
endémicas como sociedad, rellenándonos de edificios, créditos, productos
extranjeros, malls y demás bellezas que conforman el hedonismo del dinero y el
triunfo del egotismo a cualquier costa. La cultura del éxito te circunscribe a
vivir en permanente competencia, y si no se triunfa no se existe, y evidentemente
los demás no existen.
Creo firmemente en que el fracaso
está destinado para este sistema, y veo sus parches domésticos con sus
ministros y sus formas y sus leyes; pero el tiempo roe esas lustrosas apariencias
y hace de las revueltas, el único detergente para el ponzoñoso hado que se nos
vende en pantalla (todas las posibles) y en vitrina. Hay que joder, marchar,
conspirar, encacar, y pugnar porque la mentira del milagro peruano reluzca como
la mayor de las hipnopedias de la historia. Bien se puede hacer gritando, marchando,
haciendo libros de cartón, manejando bicicletas al revés, fumándote un porro, siendo
perfil de ocaso en carretera, escuchando el mundo… o, sencillamente no votando.
Jonathan Estrada
D.N.I. 42315482