Lo conozco desde la mocedad y la tibia comparecencia de las pláticas a
oscuras. Fue junto a él que nos escabullimos en las clases de literatura del
profesor Hildebrando Pérez, para desahogar el error monumental de habernos metido
a estudiar economía. Su porte escuálido, de casaquita ocre y vivacidad
exagerada, no terminaban de confiarme al auténtico personaje, pues tras las
capas de impostura y buenos modales; había, ante todo: un escritor.
Conocía de su debilidad por la lírica romántica, de su descubrimiento de
la náusea, de su profusa convicción revolucionaria, y de sus tímidos pasos
infantes. Compartimos el horizonte del puerto Supe, las playas de Barranca e
incluso testeamos el cenit al llegar a las tierras del vate mayor, el buen
cholo. Aún recuerdo nuestro andar por el cadalso viejo de Santiago de Chuco,
bajo las luces mortecinas y el silencio de la noche que caía, y no recuerdo
volver haber vivido más en poesía.
Digo esto, porque lo conozco, porque se de su complicidad, y de su amor
por el libro -aunque no comprenda su amarretismo y su descarado regateo- y por,
sobre todo; su capacidad para leer. No conozco a alguien que lea mejor, que comprenda
mejor, que analice mejor, ni que recite mejor la literatura que ama. Si, cierto
es que andamos en orillas opuestas del río, y que muchas de sus preferencias me
son ajenas, pero esa pasión, que lo lleva a cuestionarse el sentido del
desperdicio, el sentido mismo de la lectura, no la he visto en nadie.
Entonces, la pregunta me carcome y sin estupor levanto la ceja y me
asalta el pensamiento: ¿cómo es que tan magnífico lector, es incapaz de
escribir algo siquiera bueno? Y no, no se mal entienda. Aquí no se interponen
los gustos, ni las antiguas rencillas; es puro y completo dolor, de por quien
se espera ese texto que ratifique todo lo que piensas y admiras.
Te recluiste en la cueva, hiciste incluso más de lo necesario, se te
cayó la piedra tantas veces, caminaste a todas partes en tu silencio, ahuyentaste
y defendiste tu torreón con soberano desparpajo por el mundo; pero el oficio
hasta ahora te ha sido ajeno. Y me duele. Porque si alguien necesita de tu
mejor denuedo expuesto en el albo reto: soy yo; porque si alguien defiende y
atesora todo lo que has escrito a expensas de tu mayor logro futuro, soy yo;
porque sabes que soy tu albacea, y sin chistar haría el horroroso trabajo de
apretujar las monedas en aras de darle al orbe tu letra.
Paredro, yo te espero. Te sigo esperando… con una fe adorable, desde mis
huesos.