dedicado a César A.
El oficio del poeta ha tenido
siempre en vilo los tópicos del amor, la muerte y dios. Dentro de ellos, es en
este último tópico donde Rimbaud alguna vez dijo: “El infortunio fue mi dios. Yo me he tendido cuan largo era en el
barro. Me he secado en la ráfaga del crimen. Y le he jugado malas pasadas a la
locura”. El igual de Dios, como
lo llamó Enid Starkie, se enfrentó a Dios como muy pocos han sangrado en
letras, no aceptando la vida tal y como la hemos de vivir en este mundo, sin
concesiones y lleno de orgullo y confianza en su propia fuerza. Y anduvo sólo,
recorriendo Europa, haraposo y a pie, comiendo hambres con el viento y el
horizonte; describiendo esos años como
su temporada en el infierno. La mayor parte de los reveses que sufrió Rimbaud
tuvieron como causa su incapacidad para adaptarse a la vida, y de manera
especial su gran orgullo. Tanto en el dominio espiritual como en la realidad
cotidiana prefirió perder antes que hacer concesiones o inclinarse ante las
circunstancias; era incapaz de verdadera humildad, de aceptar una posición
inferior; nunca solicitó piedad, perdón o misericordia. A pesar de verse a sí
mismo como pecador, se vio como un pecador condenado y dominado por el fuego de
la ira y la venganza.
Ejemplos de estos, muy pocos.
Por no decir dos o tres más, debidamente registrados y expresados en obra. Es
así, que al leer la resignación de Juan Gonzalo Rose (entrevista con César
Hildebrandt), ante la imposibilidad de sencillamente poder ser él, abrazando en
contraparte el cristianismo; se demuestra que esta batalla silenciosa de cada
mañana, no es sólo usanza de templanza o consecuencia; es rito y triunfo
diario, es la punzante necesidad de ahorcar el sueño sin empuñar el caño y
revestirse de humano una y otra vez… para al final, siempre ¿perder?
Joyce dijo alguna vez que la
irresponsabilidad es parte del placer del arte, que es la parte que las
escuelas no saben reconocer. ¿Y dónde se reconoce el oficio del poeta que
sangra en el olvido? Pues en su consecuencia. Y allí es donde no cabe el
juzgamiento de ningún bípedo, ni de los muertos, ni de las prístinas vitrolas
de la conciencia crítica. Es por ello, que ante las conversiones de los hombres
distraídos por el sol, que ante el derrumbe de bruces del que persigue un hado
equívoco, nadie podrá discutir por qué ni señalar siquiera, el devenir de una
sencilla opción: la de seguir.
Porque a fin de cuentas, amado
personaje, cambiaste un opio por otro, dejaste los efímeros cielos de la
autopista a la contra, por otras palabras. Yo sé, que allí donde se han
escondido los oros cárdenos de tu silencio en cadenas, aún va el vate, el
distraído amante de nadas que recorre la ciudad buscando algún lugar dentro.