La última puesta teatral del
colectivo Yuyachkani está inspirada en la novela póstuma y desgarrador
confesionario de José María Arguedas; “El zorro de arriba y el zorro de abajo”
(1971) así como apoyada en varias de sus cartas, sobre todo las que van de 1966
a 1969, días previos a su consabido suicidio o acto de agonía como lo han denominado los “yuyas” en esta
oportunidad.
De Yuyachkani como propuesta
de memoria colectiva a través del teatro, se ha escrito y bastante. Nadie puede
negar su inmenso aporte a la cultura peruana y su persistente búsqueda de
transmitir lenguajes escénicos con contenido social y reflexivo que involucren
al espectador apoyándose en nuestra música, legado milenario, idiosincrasia y
costumbres. Es por ello, que esta puesta por quien escribe era tan esperada. La
obra pretende desde su apertura un diálogo directo y sin mayores ambages entre
el Arguedas más convulso de los últimos años y el espectador. Con una
instalación austera, se da lectura de muchas de sus cartas, en donde se da
cuenta del averno mental en que el autor se encontraba y su obsesión con la
muerte así como con sus temores, sus debilidades y su inmensa humanidad para
ceder ante los placeres y prohibiciones morales que el mismo tenía hacia el
erotismo que de momentos tanto lo asqueaba como lo seducía. Hasta allí, más allá
del impacto que puedan tener estas palabras, la obra discurre cual documental
relatado, con ligeras variantes de dominio de espacio y juego de voces, más; y pueda
que sea que por conocerme estas cartas de memoria, el que no haya tenido en mí,
la sensación de escuchar a Arguedas. Las lecturas tienen poco peso y no
impostan la carga desgarradora que provocan las misivas en una lectura
personalizada. Tal vez Miguel Rubio se haya acercado más en su dimensión de voz
grave y mayor movimiento, pero hasta aquí la puesta no atrapa, no conecta y
mucho menos transmite.
Los recursos para sacar de ese
marasmo inicial, sorprenden poco, o son parte del universo conocido y harto
dominado por los yuyas. La muerte retorciéndose entre violines y pisadas, los
canticos quechuas que tanto amaba el amauta, y los traslados espaciales que
desvían la atención de las palabras hacia los individuos que encarnan al
personaje. Vale resaltar, que como en la novela, la obra también comienza a
partirse entre lo autobiográfico y ese Chimbote que menos se entiende y más
entusiasma, por la imposición de nuevos rigores a través del gran capital. Como
se sabe, la novela discurre en otro de esos episodios extractivistas de auge
económico que vivió el Perú, en una Chimbote creciente, cosmopolita y digna de
todos los vicios que atrae la gran empresa: Corrupción, prostitución, exuberancia
y mixtura de engranajes entre el poder económico y el aparente auge momentáneo
del comercio y todas sus aristas. Es así como vemos a varios personajes
desfilar en desaforadas representaciones de sus ascos y motivaciones, y tenemos
luego de 50 años, un pincelazo del Perú de hoy: cómico, patético, huachafo y
hediondo. Aquí, en la puesta de los zorros (el de arriba y el de abajo) es
donde la obra gana por tensión, drama y mensaje. Esto aunado al dibujo de los 7
círculos rojos y los 2 blancos, es el verdadero acierto de la ambiciosa empresa
de Cartas de Chimbote. Porque luego, está el mismo Arguedas, comiendo su palta
y su choclo a pesar de los evidentes malestares que encontraría tras
digerirlos, como quien ya ha orquestado su ceremonia final. Y aquí se discurre
lo más polémico de toda la puesta. ¿Qué se pretende al esbozar a este Arguedas?,
más humano, menos mítico, temeroso, conflictuado, abandonado, egoísta,
monstruoso, sino en poner en justo y extenso plano abierto, al hombre con todas
sus aristas y su drama humano. Es en esa mesa, donde reluce su rostro
iluminado, donde tenemos la sensación de aprender que las apuestas llevan
siempre dos caras, que la alegría tiene de efímero como de impostura, que la
muerte es un tránsito silencioso entre las decepciones y derrotas, que el
proyecto de una vida y su reflejo en apostar por transformar un país, está
llena de reveses, matices, costras, sangres y pocos regocijos. Allí van los yuyas, revisando una vida, superando
la edad de Arguedas y tratando, en esta puesta, ambiguamente, verter una
oportunidad para acercarse sin miramientos a la belleza, el espanto y el horror
de ser noctámbulo, a pesar de quienes quieran negarlo.
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