A
Hildy Quintanilla y César Ávalos,
esos
enormes faroles muertos de una generación perdida.
Asido
a la mano ajada de su madre, caminaba encubierto en su diminuto camisón de
felpa. Año a año, desde que lo recordaba no dejó de ser el mismo espanto y la
misma curiosidad. Las mismas cuadras abarrotándose de almas púrpuras que
rezaban lo que el no sabía qué ni por qué, pero que al fin y al cabo se
mezclaban en un mar de gentío lerdo y atónito; pero en medio de todo, de ese
somnoliento rito, siempre estaba allí, la misma figura. Los brazos de fierro
que se insinuaban como víboras atormentando lo que parecían ser almas en
desgracia, como destripando el espectro de unas vidas aparentes que tenían la
posibilidad de una última palabra antes de su final, y en medio de ello el
rostro fauno, grosero, espantoso que se coronaba con un par de cuernos y unos
ojos rojos que tintineaban incólumes, entre los turroneros y anticucheros,
entre las veredas meadas y los locos calatos que se arrodillaban ante la figura
de fe que se zarandeaba al ritmo de fúnebres melodías. Sabía que esa figura,
que entendía como una escultura de adoración al averno, era el pórtico de una
realidad nueva, la entrada de una especie de ensoñación que se absorbía de ese
rebaño de plegarias, y que conducía a nuevas puertas, a nuevas formas y hasta
quizá a nuevos mundos. Todo en su mente se reducía a no poder mirar los ojos de
aquel demonio de fierro, y allí, entumido, chiquito, apoyaba su cabecita a las
faldas de su nodriza, de su refugio, y atemorizado siempre decía: ¿mamá, qué
hay allí?
***
El grupo siempre se había reunido
a las espaldas del Riviera. Allí se
acobijaban unos a otros, como una manada en celo y bebían lo que alcanzara tras
el bolsillo colectivo de la chancha. Se armaban los pocos falsos que podían
dotarse en los trueques de le economía de Quilca, y se enrumbaban a la
ensoñación. A cortejar el ritual de beber de las aguas de la noche desabotonada
y sus posibilidades deformes. Era el Mokambo,
acaso el útero enfermo que recibía a esos acólitos de la anarquía, que huían de
los delantales y los cordeles danzantes, y esquivaban zigzagueantes las
consignas de las aulas y los puños alzados. Ese terruño efímero que con su
escultura del demonio traga hombres, se los tragaba y engullía para
suspenderlos del miedo, de la oscuridad adrede, de los pasos atormentados de
los encasillados hombres de fe, y de sus techos inertes, siempre densos,
siempre roídos, siempre los mismos. Al bajar los peldaños mohidos, todo no era
sino residual, luces violetas que resplandecían contra las esquinas difusas, y
el brillo de vasos que contenían brebajes dudosos. Los parlantes quejosos
emitían los himnos de un desamparo liderado por los espasmos de Joy Division, The Cure, Echo… y los
miles de ruegos que en esa época gemían por dar término a la vida que se
producía en la otra parte del mundo por esos días. Nadie sabía cómo ni por qué,
pero el deseo de descolgar las amarras bien sujetas al cuello, los amotinaba a
todos los asistentes del Mokambo en una danza incolora y epiléptica. En una
orgía del desencanto que brincaba y se sacudía en soledades varias y esquizas.
Las chamarras negras sudaban y se formaba en el suelo una masa dudosa de
puchos, vómito y huellas, que bien hubiera nacido allí el principio de una
rivera Estigia. Al ritmo de The Forest,
los rostros ignotos se remecían y olvidaban, se acostumbraban a desearse sin
verse, y al galope exudaban los sexos calientes. Unos se arremetían entre el
baño escueto y la barra, otros no reparaban en el haz de luz violeta y se
dejaban guiar por el ensueño de saberse fuera… al fin fuera de la luz de las
velas y el eco de los noticieros. El grupo se sabía unido pero disperso, y se
entendía que a estas alturas de la noche ya nada podría detenerlos y sabrían
despegar los pies del suelo hasta una noche que no se creía posible. Y a veces,
sólo a veces; cuando escrutaban sus bolsillos y eran presa de la ecuación más
triste de las madrugadas, reparaban en que no había más monedas, y que todo
empezaba a diluirse y a ponerse cuesta arriba, y tendrían que ofrecer un
intercambio, o quizá salir y dar nuevamente de bruces con la idea de que esa
noche habría de terminar, o mejor dicho, de que lo efímero no era nunca la
gravedad.
***
El
gentío había sacudido los pañuelos en señal de adiós, y los miles de fieles se
empequeñecían ante la dádiva de la figura lerda. Lloraban, se persignaban y
pedían a su manera, otro fin, un escape a toda aquella distorsión que se había
vuelto el Perú y sus luces intermitentes en medio del anfo y los brazos
mutilados. Sabían que estando allí, juntos en plegaría, eran más fuertes, pero
no menos vulnerables al espectro de la insania que se había vuelto el vivir. Y
volverían a purgar por un lugar en la cola de los panes y demás. Y cruzarían la
avenida Tacna como convencidos de que algún día el hollín impregnado en sus
almas se volvería infancia, y derrota del espanto. El, iba casi agonizante
recostando la mejilla en el hombro de su madre. Y viendo como se desarmaba esa
realidad estremecida de comercios al paso, recordaba los ojos rojos de aquella
figura. Sus brazos deformes que muy en el fondo siempre quiso abrazar. Y
también recordaba las severas palabras de su madre: prométeme que jamás entrarás a
ese lugar. A lo cual, año a año el asentaba sin mencionar palabra
alguna, pero que año a año esperaba ansioso para reencontrarse con lo que el
intuía un destino, un hado resuelto de figuras oscuras que en su mente no descansaban sino en los tibios dibujos que
su profesora reprobaba por el exceso de crayón negro y ojos rojos. Y así,
legañoso, y adormitado, no dejaba de estirar la cabeza al saberse cerca de la
cuadra aquella, de la vereda escueta que se recostaba en esa avenida ancha que
a esas horas lucía como encantada y paralizada del desorden que le era habitual,
y vislumbrando la resolución de la figura ocre, vio cómo el demonio devolvía unas
almas exultantes a rastras, en un abrazo tan solidario y tan poco firme, que se
supo en seguida despierto; y como nunca había sucedido, y no por la menor
presencia de la figura metálica y sus hombres engullidos, perdió la vista en
dos momentos, y se encontró con la mirada de aquella caterva en cuero que se
deshacía, y como si el fragor del fin de la madrugada lo hubiera hincado en la
sien, observó los postes, y allí…
***
Asumiendo
la derrota de la circunstancia, el grupo procedió al admitir de un nuevo día, y
orgullosos de haber sido unos entre millones, danzando a la espalda de la fe y
la inmundicia, a espalda de las bombas y los apagones, subieron entonando una
imitación de melodías, de esas canciones que abandonaban. El Mokambo los expulsaba tal como siempre
prometía, dándoles por el culo en la resaca y obrando justo en su dosis de
paréntesis, regurgitándolos de nuevo al ruedo, de nuevo a las mañanas torcidas,
de nuevo a la angustiosa mirada esquiva sin horizonte, pero les ponía su última
prueba, y los obligaba a superar doce escalones que bien serían la prueba de un
Sísifo cansino, y allí se arremetían entre tropiezos, en solidario abrazo que
brindaba por el fracaso, y ante el primer rayo de madrugada, al sentir el frío
raquítico de Lima, vieron los ojos de un niño sobre los hombros de su madre, y
encontrados como en un guiño perplejo de almas que se reconocen y se invierten,
el niño, la madre, ellos, y los ojos rojos de la figura de fierro, espectaron
el mayor silencio que hayan encontrado entre su penumbroso día a día, viendo
como a la muerte de la luz eléctrica de un poste, pendía un perro sangrante,
hondeando con el hocico quebrado y un cartón que decía: Teng Siao Ping, Hijo de perra.
1 comment:
y el grupo en círculo .. tal vez bailando algo similar a esto
http://www.youtube.com/watch?v=NoF_G91G6Pc
recuerdo ese perro .. recuerdo.
Salud Mokambo
Hay
E.
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