Saturday, February 01, 2014

MOKAMBO

A Hildy Quintanilla y César Ávalos,
esos enormes faroles muertos de una generación perdida.


Asido a la mano ajada de su madre, caminaba encubierto en su diminuto camisón de felpa. Año a año, desde que lo recordaba no dejó de ser el mismo espanto y la misma curiosidad. Las mismas cuadras abarrotándose de almas púrpuras que rezaban lo que el no sabía qué ni por qué, pero que al fin y al cabo se mezclaban en un mar de gentío lerdo y atónito; pero en medio de todo, de ese somnoliento rito, siempre estaba allí, la misma figura. Los brazos de fierro que se insinuaban como víboras atormentando lo que parecían ser almas en desgracia, como destripando el espectro de unas vidas aparentes que tenían la posibilidad de una última palabra antes de su final, y en medio de ello el rostro fauno, grosero, espantoso que se coronaba con un par de cuernos y unos ojos rojos que tintineaban incólumes, entre los turroneros y anticucheros, entre las veredas meadas y los locos calatos que se arrodillaban ante la figura de fe que se zarandeaba al ritmo de fúnebres melodías. Sabía que esa figura, que entendía como una escultura de adoración al averno, era el pórtico de una realidad nueva, la entrada de una especie de ensoñación que se absorbía de ese rebaño de plegarias, y que conducía a nuevas puertas, a nuevas formas y hasta quizá a nuevos mundos. Todo en su mente se reducía a no poder mirar los ojos de aquel demonio de fierro, y allí, entumido, chiquito, apoyaba su cabecita a las faldas de su nodriza, de su refugio, y atemorizado siempre decía: ¿mamá, qué hay allí?

***


El grupo siempre se había reunido a las espaldas del Riviera. Allí se acobijaban unos a otros, como una manada en celo y bebían lo que alcanzara tras el bolsillo colectivo de la chancha. Se armaban los pocos falsos que podían dotarse en los trueques de le economía de Quilca, y se enrumbaban a la ensoñación. A cortejar el ritual de beber de las aguas de la noche desabotonada y sus posibilidades deformes. Era el Mokambo, acaso el útero enfermo que recibía a esos acólitos de la anarquía, que huían de los delantales y los cordeles danzantes, y esquivaban zigzagueantes las consignas de las aulas y los puños alzados. Ese terruño efímero que con su escultura del demonio traga hombres, se los tragaba y engullía para suspenderlos del miedo, de la oscuridad adrede, de los pasos atormentados de los encasillados hombres de fe, y de sus techos inertes, siempre densos, siempre roídos, siempre los mismos. Al bajar los peldaños mohidos, todo no era sino residual, luces violetas que resplandecían contra las esquinas difusas, y el brillo de vasos que contenían brebajes dudosos. Los parlantes quejosos emitían los himnos de un desamparo liderado por los espasmos de Joy Division, The Cure, Echo… y los miles de ruegos que en esa época gemían por dar término a la vida que se producía en la otra parte del mundo por esos días. Nadie sabía cómo ni por qué, pero el deseo de descolgar las amarras bien sujetas al cuello, los amotinaba a todos los asistentes del Mokambo en una danza incolora y epiléptica. En una orgía del desencanto que brincaba y se sacudía en soledades varias y esquizas. Las chamarras negras sudaban y se formaba en el suelo una masa dudosa de puchos, vómito y huellas, que bien hubiera nacido allí el principio de una rivera Estigia. Al ritmo de The Forest, los rostros ignotos se remecían y olvidaban, se acostumbraban a desearse sin verse, y al galope exudaban los sexos calientes. Unos se arremetían entre el baño escueto y la barra, otros no reparaban en el haz de luz violeta y se dejaban guiar por el ensueño de saberse fuera… al fin fuera de la luz de las velas y el eco de los noticieros. El grupo se sabía unido pero disperso, y se entendía que a estas alturas de la noche ya nada podría detenerlos y sabrían despegar los pies del suelo hasta una noche que no se creía posible. Y a veces, sólo a veces; cuando escrutaban sus bolsillos y eran presa de la ecuación más triste de las madrugadas, reparaban en que no había más monedas, y que todo empezaba a diluirse y a ponerse cuesta arriba, y tendrían que ofrecer un intercambio, o quizá salir y dar nuevamente de bruces con la idea de que esa noche habría de terminar, o mejor dicho, de que lo efímero no era nunca la gravedad.

***

El gentío había sacudido los pañuelos en señal de adiós, y los miles de fieles se empequeñecían ante la dádiva de la figura lerda. Lloraban, se persignaban y pedían a su manera, otro fin, un escape a toda aquella distorsión que se había vuelto el Perú y sus luces intermitentes en medio del anfo y los brazos mutilados. Sabían que estando allí, juntos en plegaría, eran más fuertes, pero no menos vulnerables al espectro de la insania que se había vuelto el vivir. Y volverían a purgar por un lugar en la cola de los panes y demás. Y cruzarían la avenida Tacna como convencidos de que algún día el hollín impregnado en sus almas se volvería infancia, y derrota del espanto. El, iba casi agonizante recostando la mejilla en el hombro de su madre. Y viendo como se desarmaba esa realidad estremecida de comercios al paso, recordaba los ojos rojos de aquella figura. Sus brazos deformes que muy en el fondo siempre quiso abrazar. Y también recordaba las severas palabras de su madre: prométeme que jamás entrarás a ese lugar. A lo cual, año a año el asentaba sin mencionar palabra alguna, pero que año a año esperaba ansioso para reencontrarse con lo que el intuía un destino, un hado resuelto de figuras oscuras que en su mente  no descansaban sino en los tibios dibujos que su profesora reprobaba por el exceso de crayón negro y ojos rojos. Y así, legañoso, y adormitado, no dejaba de estirar la cabeza al saberse cerca de la cuadra aquella, de la vereda escueta que se recostaba en esa avenida ancha que a esas horas lucía como encantada y paralizada del desorden que le era habitual, y vislumbrando la resolución de la figura ocre, vio cómo el demonio devolvía unas almas exultantes a rastras, en un abrazo tan solidario y tan poco firme, que se supo en seguida despierto; y como nunca había sucedido, y no por la menor presencia de la figura metálica y sus hombres engullidos, perdió la vista en dos momentos, y se encontró con la mirada de aquella caterva en cuero que se deshacía, y como si el fragor del fin de la madrugada lo hubiera hincado en la sien, observó los postes, y allí…


***

Asumiendo la derrota de la circunstancia, el grupo procedió al admitir de un nuevo día, y orgullosos de haber sido unos entre millones, danzando a la espalda de la fe y la inmundicia, a espalda de las bombas y los apagones, subieron entonando una imitación de melodías, de esas canciones que abandonaban. El Mokambo los expulsaba tal como siempre prometía, dándoles por el culo en la resaca y obrando justo en su dosis de paréntesis, regurgitándolos de nuevo al ruedo, de nuevo a las mañanas torcidas, de nuevo a la angustiosa mirada esquiva sin horizonte, pero les ponía su última prueba, y los obligaba a superar doce escalones que bien serían la prueba de un Sísifo cansino, y allí se arremetían entre tropiezos, en solidario abrazo que brindaba por el fracaso, y ante el primer rayo de madrugada, al sentir el frío raquítico de Lima, vieron los ojos de un niño sobre los hombros de su madre, y encontrados como en un guiño perplejo de almas que se reconocen y se invierten, el niño, la madre, ellos, y los ojos rojos de la figura de fierro, espectaron el mayor silencio que hayan encontrado entre su penumbroso día a día, viendo como a la muerte de la luz eléctrica de un poste, pendía un perro sangrante, hondeando con el hocico quebrado y un cartón que decía: Teng Siao Ping, Hijo de perra.

1 comment:

Anonymous said...

y el grupo en círculo .. tal vez bailando algo similar a esto

http://www.youtube.com/watch?v=NoF_G91G6Pc

recuerdo ese perro .. recuerdo.

Salud Mokambo

Hay

E.