“Good stories are bad lives” o
“las buenas historias son malas vidas” reza la irónica introducción del tema
“Sober to death” del buen Will Toledo y su proyecto musical “Car seat
Headrest”; y pareciera ser este el paraguas bajo el cual Dante Morales explaya
a sus personajes en una diáspora azarosa, ebria y tambaleante que se va
entretejiendo minuciosa y coloquialmente en su Lima, en su San Marcos, en sus
enjutas oficinas de triquiñuelas legales y en su exagerado mundo de referencias
culturales que homenajean al cine, al rock, al manual del pendejo, la
literatura, la izquierda, el fútbol y cómo no: a su ver sicodélico de
trashumante ebrio y consciente; en suma: Dante Morales y todas sus pasiones en
estado puro.
Porque Dante es el chato
Cisneros (el poeta), Dante es el flaco Mujica (el abogadillo aburguesado con
conciencia de clase), Dante es el muelón vela (el fiscal percudido) y Dante es
el parásito (aquel anarquistoide oficinero) envueltos todos en su reflexión
citadina e inservible del carácter del posmodernismo de la soledad. Y es que
cada personaje lleva su derrota al límite, y en algunos casos consecuentemente
hasta su desaparición, porque “quizás estamos todos condenados a
seguir creyendo que la vida sólo quería vivir”
Y así, la novela va rompiendo
su propio corsé de egotismo, para elaborar tangencialmente a personajes como Camilita,
quien vive el drama de tantas niñas y niños, deambulando entre universos de
juguetes y golosinas -graficando así la única concesión que hace Morales a
nivel de personajes; por exponer a alguien que irrumpa el obcecado mundo del
autor.
El quiebre de contenido en
“Diáspora” viene desde las experiencias a nivel de las luchas de los gremios
estudiantiles, y aquí lamentablemente las consignas superan a la literatura,
ofreciendo un repertorio de anecdotario, que todo aquel que haya participado en
la política universitaria, sabrá reconocer. Transitando por las cuitas de las
mafias del Callao, y los entramados del esfuerzo por sacar adelante una
publicación periodística de tres números y otros condimentos menores que
desembocan en un final abrupto, sangrante y paranoico.
No es esto nuevo, pues pueden
olerse aquí los vestigios de las aventuras de los amigos en “Los geniecillos
dominicales”, la audacia coloquial de las 30 primeras páginas que escribe Morales
como un homenaje a “Los Inocentes” y casi toda la estructura saltimbanqui que
pertenece al primer Vargas Llosa. Morales ha disparado un retrato de su
particular percepción del Perú y sus submundos, escabulléndose con virtud
omnisciente (aunque quisiera pensar en su vena de mirón cinemero). Sabrán
ustedes juzgar, si terminan por encontrarse en la diáspora, porque quien habla,
no puede sino agradecer este viaje de malas vidas, este ácido chicha tejido con
palabras, este primogénito enfermo que seduce, baila y promete…
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