Alan García es una mierda. Una
mierda imperial, un mojón perlado resguardado por moscardones que revolotean
feroces por defender su propia mierda, que es alimento, que es razón de
existencia, que es justificación de ser… una mierda.
En el fondo, el emperador
García ha huido como una muca miedosa. Ha trabado con todas sus influencias
judiciales, mediáticas y empresariales todo lo que un ser humano que se aprecie
debe defender, su verdad. Se ha enmarrocado entre argucias Kafkianas, se ha
mudado a un pasillo laberíntico donde sólo podrá hallársele por el olor de la
caca. En el fondo, está bien que García se haya librado de esta forma de una
argucia para dejarlo fuera, porque inhabilitarlo políticamente hubiera sido
casi un triunfo para él, pero su ego puede más; y quiere ser a toda costa el
emperador III, el único.
García debe terminar tras
barrotes, por el olor a mierda de sus hurtos, sus asesinatos, su sanguaza en
baile, su verbo de atarante, y sus desfachatez para vivir para siempre de los
demás, no teniendo piedad por sacrificar a quienes se sacrificaron por él, ni
por engullirse toneladas de embutidos a costa de hambres y ensueños. García
aplasta, frustra, y hasta mata las voluntades de quienes creemos que a través
de sacrificios y esfuerzos las cosas pueden de alguna manera u otra, cambiar.
Porque el ha instituido una mutación de sibaritismo donde ha hecho su vida, tan
solo con labia, de encantador de serpientes, de poeta de centavo, de
conquistador de televisa, de mamarracho colorido. García es el motivo de las
escuelas de oratoria, del manual del pendejo, de la profesión de política, de
muchas de nuestras costumbres hechas regla, en suma… del país que hoy somos.
Es el único sobreviviente
activo e influyente de su generación, y ahora nos toca combatirlo, desterrarlo,
hundirlo en la ignominia de los porcentajes, y desaparecerlo a gritos, aunque
fuera ante su bufalada entera. Si algún aprista que se aprecie de tener
decencia, aún mantiene su permiso de comer sin atragantarse en el fortín de
Ugarte, pierde el crédito de dejar de ser llamado imbécil, porque estar allí
sólo hace que se te engominen las patas, que te crezcan las alas, y que veas
sólo lo que oyes, del canto oropelado del becerro mayor, del chancho dorado que
hoy habrá despertado con una sonrisa de
ilusión.
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