Tuesday, April 01, 2014

Alan García III

Alan García es una mierda. Una mierda imperial, un mojón perlado resguardado por moscardones que revolotean feroces por defender su propia mierda, que es alimento, que es razón de existencia, que es justificación de ser… una mierda.

En el fondo, el emperador García ha huido como una muca miedosa. Ha trabado con todas sus influencias judiciales, mediáticas y empresariales todo lo que un ser humano que se aprecie debe defender, su verdad. Se ha enmarrocado entre argucias Kafkianas, se ha mudado a un pasillo laberíntico donde sólo podrá hallársele por el olor de la caca. En el fondo, está bien que García se haya librado de esta forma de una argucia para dejarlo fuera, porque inhabilitarlo políticamente hubiera sido casi un triunfo para él, pero su ego puede más; y quiere ser a toda costa el emperador III, el único.


García debe terminar tras barrotes, por el olor a mierda de sus hurtos, sus asesinatos, su sanguaza en baile, su verbo de atarante, y sus desfachatez para vivir para siempre de los demás, no teniendo piedad por sacrificar a quienes se sacrificaron por él, ni por engullirse toneladas de embutidos a costa de hambres y ensueños. García aplasta, frustra, y hasta mata las voluntades de quienes creemos que a través de sacrificios y esfuerzos las cosas pueden de alguna manera u otra, cambiar. Porque el ha instituido una mutación de sibaritismo donde ha hecho su vida, tan solo con labia, de encantador de serpientes, de poeta de centavo, de conquistador de televisa, de mamarracho colorido. García es el motivo de las escuelas de oratoria, del manual del pendejo, de la profesión de política, de muchas de nuestras costumbres hechas regla, en suma… del país que hoy somos.

Es el único sobreviviente activo e influyente de su generación, y ahora nos toca combatirlo, desterrarlo, hundirlo en la ignominia de los porcentajes, y desaparecerlo a gritos, aunque fuera ante su bufalada entera. Si algún aprista que se aprecie de tener decencia, aún mantiene su permiso de comer sin atragantarse en el fortín de Ugarte, pierde el crédito de dejar de ser llamado imbécil, porque estar allí sólo hace que se te engominen las patas, que te crezcan las alas, y que veas sólo lo que oyes, del canto oropelado del becerro mayor, del chancho dorado que hoy habrá  despertado con una sonrisa de ilusión.





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