“Cada mañana,
nosotros, una legión de millones, nos levantamos a una misma hora, a un mismo
minuto y a un mismo tiempo; todos, como un ejército de millones, comenzamos
nuestro trabajo y al mismo instante acabamos”. Estas palabras que
bien tienen sonoridad actual, pertenecen a la primera novela distópica escrita
por el ser humano, y corresponden al escritor ruso Yevgeni Zamiatin y su obra
“Nosotros” publicada en 1924. No es sino con estas simples líneas que pretendo
dar inicio a esta pequeña disertación sobre el rumbo del hombre en la
modernidad y la soledad impregnada de ensimismamiento, en estos tiempos de
masas e interconexión. Tal cual Zamiatin lo escribió hoy es sencillo sentirse
parte de un todo, pertenecer al universo artificial del internet y hasta ser
dos, tres, o diez personas al mismo tiempo en ese desfile de identidades que se
han vuelto las redes sociales. Es muy sencillo “participar” de la comunidad
virtual, esgrimir argumentos, debatir y hasta condenar con repudio los avatares
de la sociedad y sus bemoles, pero todo ello, transcurre paralelamente, casi
subrepticiamente a el horror de la sucesión de los días, al descaro con que se
nos presenta la vida eternamente igual. Cada día, de un habitante promedio del
orbe puede resultar un calco, la copia de la fotocopia de un guión escrito y
prescrito para quienes carecen de recursos y posibilidades de surtirse un
alternativo devenir, y allí, en medio de nuestro respiratorio subsistir están
nuestros nuevos credos. Y menciono como credo a las nuevas formas de la fe, que
se han vuelto: el espejo, el dinero y el éxito.
La sola posibilidad de
asemejarnos cosméticamente a la perfección de lo que vemos en una pantalla, nos
vuelve insanos. Queremos los cuerpos de las pantallas, los tamaños de las
revistas, los colores que la moda nos dicta, y los instrumentos que la
promoción decida. El camino es el mismo, y a él “todos” podemos llegar. El
espejo se ha vuelto un vulgar remedo de la insatisfacción de las identidades, y
la suplencia de autoestima se consigue con pastillas de la moral, chocolates
calientes para el alma y una serie de sucedáneos que no son más que otro
negocio en el cual otros puedan regentar. Porque la belleza anhelada también es
el soma de la vanidad y el perfume de los disconformes; porque todos debemos
ser iguales, porque todos podemos ser iguales.
Y no se puede ni se anhela ser
otro, sin gastar. Y allí nos embutimos todos. En ese camino púrpura que
reflejan los neones de esa danza del crédito y el consumo que se han vuelto los
centros comerciales. Auténticos bulines perfectamente edificados para la orgía
del gasto y el deslizado de tarjetas, para el empeño en ser parte de las marcas
y sus sellos estampados relucientes en nuestras bolsas y cuanto trapo nos
hayamos calzado. Yo me he adentrado en el gentío y siendo parte del gran
tumulto, me he sentido más solo que nunca, porque no he entendido cuál es el
propósito de esa coreografía ni lo inútil que es mi desencanto en medio de
tanta plástica algarabía. Hoy el gasto puede darnos sueños, puede darnos
presentes que en un futuro terminaremos de pagar con absurdos intereses y hasta nos da tiempo,
ese tiempo que un banco publicita diciendo que vale más que el dinero, mientras
en su salón oval, unas cuantas corbatas finísimas hacen cuentas entre risas,
celebrando el mayor margen de su balance y la última línea.
Pues digámoslo más claro, el
triunfo… sólo es el éxito. Si no ganas nada eres nadie, si no reluces con
brillos alterados digitalmente eres nadie, si no figuras en la pantalla eres
nadie, si el otro no existe, pues no importa; porque tu triunfo es el triunfo
de la rueda, de el milimétrico sistema que se nos vende y se aprueba con
elecciones y remedos de democracia directa, porque lo único que importa eres tú
y tu y tu, y solamente tú.
Yo los veo, los he visto. Privados
de conciencia e individualidad, son incapaces, en su inmensa mayoría, aunque
tengan un alto conocimiento tecnológico, de enjuiciar el mundo que les rodea, y
se sienten satisfechos, con la misma satisfacción que siente un animal cuando
tiene mínimamente satisfechas sus necesidades materiales.
Sábato alguna vez esgrimió: ¿Podremos
vivir sin que la vida tenga un sentido perdurable? Camus, comprendiendo la
magnitud de lo perdido; dice que el gran dilema del hombre es si es posible o
no, ser santos sin Dios. Pues aquí está la respuesta, Dios eres tú.
Tú eres tu máxima expresión hasta donde puedas hartarte, tú eres la única
respuesta a tu gran pregunta, tú eres la soledad entre multitudes, porque el
otro no existe, porque no te beneficia, porque no importa.
Yo, compañeros Cantuteños, vengo
de San Marcos, y he visto tal como me imagino sucede aquí, la anomia que se ha
vuelto la vida universitaria. La indiferencia que existe hacia los problemas
sociales, y la preponderancia de las verbenas por sobre todo, y a las
currículas envenenadas de materias empresariales, que no condeno, pero que en
suma, sólo son coro del credo del yo, y del festín del salvaje capitalismo. Ese
que te mete en carrera sin que la sangre hieda, ese que te mete en constantes
centrífugas del sudor y el esfuerzo en pro de tus objetivos táctiles, ese que
te vende nichos de 50 metros cuadrados para sobrevivir, ese que te hace sentir
parte de un todo casi como en una melodía electrónica que se repite, en un
bucle sensato de nadas sin importancia, pues al fin y al cabo todo se resuelve
entre el abono y la tierra, entre la lápida y tu ceniza; a fin de cuentas, esa
fue la última compra que hiciste y que quizá si no has pagado, no tengas ni
donde la muerte te albergue ni una sola brisa.
Gritado a voz el 17 de octubre en la rotonda de la facultad de Ciencias y Humanidades de la Cantuta.