Thursday, November 04, 2010

El vivir


Habían tardado tanto para finalmente hallarlo, que el regocijo silencioso de sus cavidades latentes los hizo un temblor de emoción. Diez semanas hurgando en lo recóndito de aquel distrito sereno y aledaños; para encontrar la pieza enana que sería la morada que reivindique ese deseo cavernario de asentarse y a fin de cuentas hacer ello que llaman convivir. Su diseño para roedores contenía un hall de techo bajo, y tras él, la habitación serena de metraje constreñido que se erigía con sus paredes desgastadas y el zócalo rancio. Se dejaban ver las huellas de algunos infantes a escasa altura y enternecían por su evidente vejez las manijas de las puertas y el pálido color del clóset que indicaba el cansancio de aquella habitación de propietarios ambulantes y empleados pasajeros que subyugados al ritmo de una vida atarantada, se quedaban a habitar dicho apartamento escasas horas de las cuales su mayoría fueron de pernocte. Sin embargo, fuera de su espacio retaco y el descuido de sus frentes, el lugar era ideal. Comprometía el presupuesto necesario de la emprendedora pareja y acorazaba con cemento sus ansias de explayarse en lo pequeño con sus escasos muebles y sus aún frescos deseos de comerse carne a carne entre el suelo y el futón. Las noches de vino barato a la luz de las velas y el hálito repleto de bocanadas de cigarrillo, se sumergía en el sonido de los discos que hasta hoy juntos no había podido escuchar, sino en la soledad de sus silencios, y en el pensamiento que hoy acentuaba dicho recinto como su incipiente hogar.

Toda mañana tropezaban consigo mismos y confundían los dentífricos. Servían apurados el café y dejaban distendida su vida nebulosa de la noche. Ese caos crepuscular y ese violento sacudón en la ducha donde se encorvaban; les eran suficientes para entender que toda muerte empezaría con una vida tan sucinta que todo ello valía la pena por ser sufrido y tan suyo que no importaba nada más. En el correr de los minutos apresuraban el diario enfundado, y con piel de ciudadano - luego de ser los mismos changos que se rascan y apestan – emergían a esa ciudad que negaban desde su guarida, desde la morada fría que hicieron suya y dulce presente de una nueva vida.

Los primeros meses sembraron el rito. Noche a noche cosechaban frente a frente las conclusiones de los días desperdiciados y adjuntaban al silencio las declaraciones autistas de sus ojos rojos y sus pies remojados. Daba gracia verlo a él, lavando sus prendas y las trusas ajenas; y asomaba la risa al escuchar el remilgo de ella en el oficio doméstico de planchar por duplicado. Todo era una caricia mental de la vida, que se burlaba al ver nuevamente dos vidas cansinas. Empero, el trajín clásico de Medioevo, no se anteponía a sus lechos aún febriles; y los gemidos tapujados por la hermética habitación, se adornaban a la luz de la lámpara tenue que dibujaba la excitación en las paredes con sombras mutantes de los cuerpos fulgurantes en fusión; una cárcel del deseo sin tregua donde la muerte les llegaba en cada pérdida de aliento y se embriagaban de sudor.

Más, extrañamente, las noches de sueño plano se vieron corroídas. Primero fue la espesa sensación de un frío puntiagudo a los pies de la cama, luego el incesante silbido a las 2:13 de cada madrugada y por último las crujientes puertas que sin brisa ni corriente se entreabrían a velocidad de hormiga. El acurruco acostumbrado se veía turbado por la contemplación de sus pies helados. Más, cuando por fin conseguían hacer de sus cuerpos juntos un remanso, allí estaba nuevamente el incesante silbido. Entre legañas él llegó a descifrar una melodía… vieja, tierna, pero de origen escasamente recordable. El carcomido de la puerta desesperaba al punto de sentirse ya no los únicos habitantes, y cada sueño se les hacía más difuso, y cada abrazo más torpe. El miedo impregnado en cada esquina se sucedía en desencuentros, y el coctel almibarado de los primeros días se ponía agrio.

La madrugada del séptimo mes en el séptimo día, el torrente gélido se hizo más fuerte asentándose en cada rincón, y la melodía silbada empezó a descascararse al punto de intuirse su origen en la bruma de recuerdos arpegiados de los dos. Los crujidos rampantes los hicieron abrazarse y los 4 hoyos de su rostro, se encendieron perlados encontrándose decididos a exterminar toda duda. El centelleo de una luz pálida tras la cortina los hacía pensar que tras la ventana se encontraba la respuesta a ese pesar sin tregua. Y ambos, cogidos de la mano, temerosos y expectantes, pisaron el suelo antártico y dieron pasos tímidos e infantes, para al abrir de las telas verticales y el empujar de los ventanales, sentir la brisa fría de todas sus inseguridades, cuando la calle está tan sola y una lluvia efímera rosea el vaho de los basurales.