Monday, April 21, 2014

Botella al mar para el dios de las palabras

Discurso ante el I Congreso Internacional de la Lengua Española


A mis 12 años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: «¡Cuidado!»

El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: «¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?» Ese día lo supe. Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor que tenían un dios especial para las palabras.

Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor. No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.

La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga 54 significados, mientras en la República de Ecuador tienen 105 nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aún no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero dijo: «Parece un faro». Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es «la color» de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cerveza que sabe a beso?

Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa. En ese sentido me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los qués endémicos, el dequeísmo parasitario, y devuélvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revólver con revolver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?


Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que le lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis 12 años.

Gabriel García Márquez (1927-2014)

Wednesday, April 09, 2014

la cama...


Cómo no pensar en la cama donde terminaron los muertos (esos muertos que te persiguen), cómo no pensar en la cama que compartiste con esa mujer, o con esos hermanos, o sencillamente en quienes no tienen cama, ni sábana donde orinarse... cómo no pensar en la última cama que ha de habitarse; si hubiera esa suerte de no terminar desparramado, o en pedazos... en el suelo, o por los aires.

Wednesday, April 02, 2014

el legado de Rita...

Ha decidido sepultarse como Rita La Caimana para disfrazarse de Eriza, pero mejor aún, de una deudora en perenne aprendizaje de Chambi,  Cartier-Bresson y todos los anónimos perdidos en su retina. Cultora de instantáneas en diferentes ámbitos, se deja seducir por espacios abiertos, en soledad o en multitudes, por la quietud de las plantas y los rostros perdidos, por los animales en reposo y hasta por los paisajes distópicos de la modernidad en permanente contraste con el realismo del tercer mundo. Acosta ha decidido formarse a tientas y mejorar en cada entrega, con paciencia, terquedad y escurre al máximo las posibilidades de sus carencias. La sabemos errante de Cuba, New York, Ushuaia y un largo etcétera de nuestro terreno; pero allí, como cuando escoge el contraste de un desnudo bajo el puente, o de la playa agua dulce; y allí está riendo y llorando; y es ahí, cuando sabe sentarse y olvidarse del viento, del mar, del ocaso, del presente, de todo… en fin.











Tuesday, April 01, 2014

Alan García III

Alan García es una mierda. Una mierda imperial, un mojón perlado resguardado por moscardones que revolotean feroces por defender su propia mierda, que es alimento, que es razón de existencia, que es justificación de ser… una mierda.

En el fondo, el emperador García ha huido como una muca miedosa. Ha trabado con todas sus influencias judiciales, mediáticas y empresariales todo lo que un ser humano que se aprecie debe defender, su verdad. Se ha enmarrocado entre argucias Kafkianas, se ha mudado a un pasillo laberíntico donde sólo podrá hallársele por el olor de la caca. En el fondo, está bien que García se haya librado de esta forma de una argucia para dejarlo fuera, porque inhabilitarlo políticamente hubiera sido casi un triunfo para él, pero su ego puede más; y quiere ser a toda costa el emperador III, el único.


García debe terminar tras barrotes, por el olor a mierda de sus hurtos, sus asesinatos, su sanguaza en baile, su verbo de atarante, y sus desfachatez para vivir para siempre de los demás, no teniendo piedad por sacrificar a quienes se sacrificaron por él, ni por engullirse toneladas de embutidos a costa de hambres y ensueños. García aplasta, frustra, y hasta mata las voluntades de quienes creemos que a través de sacrificios y esfuerzos las cosas pueden de alguna manera u otra, cambiar. Porque el ha instituido una mutación de sibaritismo donde ha hecho su vida, tan solo con labia, de encantador de serpientes, de poeta de centavo, de conquistador de televisa, de mamarracho colorido. García es el motivo de las escuelas de oratoria, del manual del pendejo, de la profesión de política, de muchas de nuestras costumbres hechas regla, en suma… del país que hoy somos.

Es el único sobreviviente activo e influyente de su generación, y ahora nos toca combatirlo, desterrarlo, hundirlo en la ignominia de los porcentajes, y desaparecerlo a gritos, aunque fuera ante su bufalada entera. Si algún aprista que se aprecie de tener decencia, aún mantiene su permiso de comer sin atragantarse en el fortín de Ugarte, pierde el crédito de dejar de ser llamado imbécil, porque estar allí sólo hace que se te engominen las patas, que te crezcan las alas, y que veas sólo lo que oyes, del canto oropelado del becerro mayor, del chancho dorado que hoy habrá  despertado con una sonrisa de ilusión.





Cantata de puentes diluidos

Laura Rosales (Lima, 1989) se arquea a gusto frente a un ordenador y ubica canciones, se disuelve entre pasadizos ignotos y halla, como quien sabe que el cofre contiene una oscura gema, la Crisálida de Pescado Rabioso. De pronto el espacio y sus habitantes azusados, vocifera al coro ese verso enorme: “Todo gigante muere cansado, de que lo observen los de abajo”

Brilla con luz tenue, no conoce el terreno, sin embargo se da maña para batirse en lágrimas, alcanzar con candidez dulce un kazoo (variante comercial del mirlitón) y jugar a invitarnos al juego. Desliza por sobre su bolso una postal perla, y exclama: aquí también hay música”; me ha hecho llegar su “Cantata Natural” (Paracaídas Ediciones – 2013), y desaparece sin más, del brazo de Virginia Benavides, como quien sabe que se puede bautizar los partos, y dejar las preguntas en el suelo.


Me doy espacio para detenidamente leer la preciosa edición de su poemario, y reconozco el ritmo, el fluir continuo de las aguas mansas, los animales en sueño, los equinoccios, y las coincidencias evidentes  con Islandia y sus mejores habitantes, los Sigur Ros. Me encuentro con que su primera plaqueta se tituló “Von” (Lustra Editores 2011) y que en su cantata, la sentencia es sin reparos: “Islandia es Lima”. Surca ejercitándose con tensa calma, susurrando al vestigio de lo que se esconde como una buena sonata para la decepción, o la resignación de la quietud como estante de menos reparos. Ella se sabe un hondo recipiente de voces y cuerpos, pero adolece de seguridad para aventártelo a gritos, y gime… hablando debajo de su blusa, atrapando la leche del pájaro rey.

Se sabe ya extinta, en calma, vislumbrando orillas, remangando nadas y desvistiendo influencias, desde Wagner hasta Eguren. Aquí la deuda musical es evidente, pero también es ritmo, cansancio de espera, ¿deleite? de soledad. En suma… falta.


Yo que estoy en la orilla en llamas, veo sus palacios gélidos, despojados de conciencia. Aquí no hay un lenguaje desprendido, es ella, siempre es ella; no hay orbe, ni desquicio, ni compromiso, ni fueras más que dentros… solo es ella, enjuta, en colores pálidos, sin sombra, inocente… ¿cómo hace?